La estrella del rock dejó de brillar sobre el escenario. Y es que a excepción de tres, quizás cuatro fans incondicionales y un par de drogadictos que siempre lo dan todo en primera línea, al resto de mortales parece no importarles sus nuevos acordes. Su canto ya no se ahogaba bajo los gritos entusiastas de un público que sabía sus canciones como si fuesen suyas y del que pareciese que sus vidas se hubiesen detenido durante un par de horas y lo único que les importase fuera no quedarse afónicos para el siguiente tema. La fama, el dinero, el afecto, la euforia, el sentir que haces el amor haciendo lo que más te gusta sabiendo que otras personas se están corriendo por ti. Ya no quedaba nada.
Pero no estás solo, rockero mío. Yo también me siento como si estuviese pasado de moda. Como si en mi propia vida jugase un papel secundario; como si sólo fuese un recuerdo que otras personas quieren volver a revivir sin asumir que ya está muerto. Me he convertido en una leyenda de la que hablan en pasado. Y aunque me gustaría seguir vivo para alguien más, me he dado cuenta de que sólo necesito a un admirador quedándose afónico en la segunda canción: yo mismo.