domingo, 6 de enero de 2019

La historia de quien dejó de tener miedo a preguntar.

Voy directo al baño a lavarme la cara y a mear. Joder, siempre me desoriento un poco hasta dar con la puerta, y es que aún no me acostumbro a esta casa. Me miro al espejo y me doy cuenta de lo guapo que estoy después de follar, pero esa sonrisa se esfuma ipso facto en cuanto empiezo a debatir internamente sobre qué está más desordenado, si el baño o mi cabeza, y en comparación el lavabo parece impoluto.
Me gusta la gente que va a su bola, que se la suda el resto y no agobia nadie. Esa gente que siempre dice sí a ir cervezas y que probablemente no sepa consolarte una mierda cuando le cuentes tus movidas pero que estaría dispuesta a llevarte al fin del mundo con tal de que te olvides del gilipollas que no respondió tus WhatsApps anoche y te dejó plantado a medio vestir. Esta noche yo no iba a ser una de esas personas. Esta noche no iba a coger mi chaqueta de cuero y me iba a despedir mientras suelto alguna broma sin gracia para disimular mi triste augurio. Esta noche no podía huir, y así pudiera no iba a hacerlo. ¿Agobiar? Agobiar tal vez, aunque no debería, o eso creo yo. Pero mi generación tiene un máster en salir corriendo a la mínima. 
Y después de casi tres años sin vernos me lleno de valor y, sin dar lugar a demasiado titubeo, digo alto y claro una de las cosas que esperas no tener que preguntar muchas veces en tu vida:
   — ¿Vas a volver?
Me mira. Le miro. Habla.
   — ¿Realmente me he ido alguna vez?