sábado, 17 de noviembre de 2018
El día que dejé de imaginarte.
Tenía claro que algún día volvería a verte: en la parada de autobús donde juré odiarte toda la vida, en la calle paralela a mi casa o en aquel bar donde el tiempo se convertía en abstracto entre cervezas y copas. Me daba miedo volver a imaginarte frente a mí. Mano con mano, cuerpo con cuerpo, labios con labios. Y es que no tardé más de veinte segundos en advertirte en los ojos verdes más envidiados por los amantes del arte. Te leía como a un poema de Benedetti, me escuchabas como a un disco de tu grupo indie español favorito y nos desnudábamos mucho más allá de quitarnos la ropa como dos almas ansiosas por fusionarse todo lo que la física les permitiese. Contigo se han ido los monstruos de debajo de mi cama y el invierno me ha prometido ser menos frío este año. Hoy me alimento de tu forma de reír y de querer, y me doy cuenta de que no existe nadie con más suerte que la mía. Y es que ahora que no tengo que imaginarte, lo único en lo que puedo pensar es en lo triste que sería un día sin tu magia, lo fea que sería Málaga sin ti y lo desgarrador que sería que no hubieses provocado un pequeño big bang en mí cuando clavaste tus pupilas contra las mías.
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