domingo, 7 de marzo de 2021

Raúl.

Hace ya unas cuantas tristezas y no tantas alegrías desde la primera vez que cruzamos nuestras miradas. Seguramente me habría puesto otra camisa y habría dejado un par de inseguridades en casa si hubiese sabido que esa noche nunca acabaría. La Luna menguante, tímida, se dejaba ver por la ventana de la habitación donde yo saboreaba el vino tinto que robamos jugando a ser delincuentes mientras tú hacías lo mismo con mi sexo. La música estaba demasiado alta incluso como para oír tus pensamientos y te apreté la mano en tanto te adentrabas, entre gemidos y sonrisas cómplices, en un nuevo universo que no tardaría en acabar para nosotros con un temprano adiós.

Tú eras un lienzo en blanco con ansias de color, yo había perdido mis pinceles pero, de alguna manera, supe enseñarte el arcoíris. Fue así como empezamos a bailar en cada luz que encontrábamos, sin ser del todo conscientes de lo que supone enfrentarse a la oscuridad de lo efímero, del vacío que invade el espacio de todo aquello que es fugaz. 

Hoy me acuerdo de Raúl. Quizá él no me enseñara tantas cosas, pero el destello en sus ojos me dio esperanzas de claridad en un mundo de almas grises. Hoy ya no quiero olvidarme nunca de Raúl, porque su inocencia me recordó a la mía, y no quiero seguir pudriéndome. 

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