viernes, 9 de octubre de 2015
Decisiones.
Todos las tomamos constantemente. Desde que nos levantamos por la mañana hasta que concluimos el día. Algunas son tan simples como qué ponerte esa mañana o si prefieres almorzar en el bar de la esquina con tus amigos de siempre o hacerte unos macarrones con nata mientras ves un capítulo más que repetido de Los Simpsons. Pero otras no son así. Otras son jodidas, de esas que te quitan el sueño alguna que otra noche y hacen que le pongas la cabeza como un bombo a tu mejor amigo.
Dicen que, en base a las decisiones que tomes, así será tu vida; que puedes moldearla, darle forma, darle color -o quitárselo-, aprovecharla, disfrutarla, desperdiciarla, saciarla, experimentarla, sentirla, abandonarla, oprimirla, aceptarla... Lo que quieras en el momento que elijas. ¿Realmente creéis que esto es cierto? Estoy de acuerdo en que las decisiones que tomes son muy importantes a la hora de construir tu vida. Pero no hablo de eso; a lo que me refiero es a que, el verdadero problema ocurre cuando no se tiene poder de decisión. Cuando vives bajo unas reglas, unas circunstancias, unas normas, unas condiciones que te prohíben ser libre. Que te cortan las alas de raíz. Enjaulándote, encarcelándote en una vida que no quieres buscando la forma más rápida de escapar.
Es entonces, en el momento en el que tu vida deja de depender de ti, cuando echas de menos tomar decisiones.
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