viernes, 4 de mayo de 2018

Agua turbia.

Como el agua, los seres humanos estamos en constante cambio dependiendo del momento y lugar en el que nos encontremos. Nuestro recipiente está cambiando de forma constantemente; nos vamos amoldando a cada golpe, a cada emoción, a cada conocimiento adquirido, y ya jamás volvemos a un estado anterior. He oído por ahí que lo llaman "madurar", que forma parte del ciclo vital y que va acorde a la edad. Debo decir que, personalmente, odio dicha acepción. A mí me gusta decir que a lo largo de nuestra vida vamos acumulando recuerdos, conocimientos y experiencias en una especie de mochila imaginaria y que esta fusión se verá proyectada en cada uno de nosotros. Es por eso por lo que, como gotas de agua que rompen contra el suelo, no existen dos almas idénticas.
Cuando era pequeño pasaba minutos mirando al mar en la playa; siempre pensaba que el horizonte era el final del mundo y, cuando le preguntaba a mi madre qué había después de "esa línea", siempre me respondía que había más agua. Nunca me quedaba satisfecho con esa respuesta, no la entendía, pero no tardaba más de tres segundos en olvidarme de ello e irme a hacer castillos de arena que acabaría pisoteando. Yo era el claro ejemplo de agua cristalina, de agua recién depurada solidificada en el cuerpo de un niño de cuatro años. Era el ejemplo de pureza; una esponja preparada para empaparme de todo lo que la vida quisiera enseñarme.
Hoy ya sé lo que hay después del horizonte, llevo sin miedo algunas cicatrices mal curadas y mi mochila está a rebosar. Sin embargo, ya no soy ese agua transparente que fluía por los rincones más escondidos de la inocencia. Ahora tengo el cartel de "no potable" colgado en el cuello.


No hay comentarios:

Publicar un comentario