Me rozas la mano con el dedo meñique, con miedo, como si de repente me hubiese convertido en una bomba de relojería sensible al mínimo contacto. Te miro a los ojos y antes de darme cuenta estoy probando tus labios en el Opel Corsa que deberías haber cambiado hace años. Me aseguro de que estamos lo suficientemente lejos como para que alguien pueda vernos y la ropa deja de ser una necesidad básica durante los próximos treinta minutos. Nuestros sexos juegan a rozarse a la par de nuestras lenguas y dejamos de ser humanos para convertirnos en dos Dioses con el mundo a sus pies.
Vuelvo al asiento del copiloto y lo inclino hacia atrás para poder estar tumbado; le miro y reconozco que me da paz, y que folla bien. Inmediatamente, la idea de buscar paz choca contra mí como un tren a trescientos kilómetros por hora. No busco paz, busco a alguien que sane las heridas que no puedo sanar yo solo y no sé cuál de las dos ideas me horroriza más. Me odio a mí mismo por dejarme llevar por la imposición social de que otra persona pueda llevarse todo el dolor que hay dentro de mí y por romantizar cosas que no debería. Empieza a incomodarme su presencia, me siento mal pero no puedo evitar pensar en la persona que me gustaría que me llevase a casa esta noche.
En los felices años veinte de nuestra relación no solo me diste paz, también pusiste todo patas arriba y yo ya estoy perdiendo la esperanza de que alguien pueda volver a hacerlo. No me curaste ninguna herida, no era cosa tuya, pero me ayudaste a olvidarlas y las flores empezaron a estar un poco menos marchitas. Y cuando llegó la guerra jamás contada en los libros de texto no hicieron faltas trincheras, tanques ni misiles. Yo ya había perdido desde el principio.
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