Me has congelado los huesos tantas veces que ya sé lo que es respirar a menos veinte grados. Me has mimado como un niño a su muñeco de dormir, y yo no pude hacer otra cosa que perderme en unos brazos que me asfixiaban hasta el punto de que mi voz no pudiese pronunciar sonido alguno al gritar. Empecé, incluso, a acostumbrarme a ti, a tus manías, a tu ego y a tu altanería. Reconozco haber perdido todas y cada una de las batallas que intenté ganarte pero, aun con demasiadas heridas, te gané la guerra. Y aunque a veces me sigas molestando y te guste jugar a juegos de los que sólo tú conoces las reglas, te he puesto una orden de alejamiento que impide que me seduzcas.
Sin embargo, sería injusto no admitir que no siempre ha sido todo oscuro. Me has enseñado a vivir en un mundo donde me sentía tan pequeño que sentía que nadie podía verme, y me has dado las herramientas para arreglarme a mí mismo sin ayuda de nadie. Me has acostumbrado a la independencia, a la autosuficiencia y a la fuerza.
Hoy llevas tiempo lejos de mí. Se podría decir que nos hemos perdido el rastro, pero quiero que sepas, por si algún día vuelves, que ya no te tengo miedo y que ahora llevo yo puesto el collar de líder.
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