No quiero que te quedes, incluso ahora que me gustaría pedirte que no te alejases demasiado. En dos veranos te he recorrido de norte a sur; despacio mientras visitaba todos y cada uno de tus rincones y deprisa cuando tu Sol quemaba demasiado incluso en la sombra, recordándote en tus labios y olvidándote cuando me subía los vaqueros.
Alguna vez pensé que viajaríamos juntos en caravana. Empezaríamos por la costa de España y acabaríamos en algún país del sudeste de Europa, beberíamos cerveza en los bares con peor pinta y bailaríamos de noche al borde de los precipicios más altos. Nos habríamos hecho el amor en más de veinte países distintos y aún nos quedarían ganas de seguir descubriéndonos en otros cincuenta más. Más tarde supe que en esa caravana sólo había un asiento y era el mío. Me di cuenta de que no quería tener copiloto, que yo elijo mejor la música y que, en el caso de que me perdiese, me volvería a encontrar. Pero en esta ocasión no necesitaría unas manos grandes que agarrar ni unos ojos verdes en los que buscar seguridad, esta vez me habría recorrido a mí mismo de norte a sur y de este a oeste y, por primera vez, yo sólo sería suficiente.
Te alejé y pisé el acelerador, a veces echo de menos nuestros viajes por el espacio donde no tenía claro dónde estaban los puntos cardinales y sólo me importaba la dirección de tu boca, pero no quiero que te quedes ni que quieras quedarte.
Ni diez cuchillos clavados en mi espalda dolerían más que saber que alguna vez le miras como me mirabas a mí.
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