lunes, 24 de noviembre de 2025

Cien vidas y una.

Siempre deambulo entre lo que fui y lo que me empeño en llegar a ser. Me escondo lleno de melancolía e idealización entre las columnas de recuerdos de donde estuve. Y, por las noches, aprieto fuerte mis ojos antes de dormir imaginando dónde quiero estar. En esos momentos, casi puedo palpar el desagravio de la penitencia que yo mismo me he impuesto, aunque nunca alcance a darme expiación al día siguiente. 

Cuando el hoy siempre es peor que el ayer pero tampoco supera al mañana, es muy fácil perderse en todas las injusticias que acompañan a las expectativas. Y yo ya no sé si seguir entonando el mea culpa o echar balones fuera a un mundo que cada vez va más rápido y exige más, y más, y más. Yo quiero llegar, de verdad que quiero llegar. Quiero ser todo lo que me piden que sea, quiero saber qué se siente cuando el mar está en calma sin tener miedo a ahogarme con la siguiente ola.

Necesitaría más de cien vidas distintas para ser todo lo que querría ser, pero hoy me conformo con ser suficiente, por una vez, solo con la mía. 

lunes, 22 de septiembre de 2025

De cuando me proclamé creyente.

No encuentro consuelo en los rincones más escondidos de mi alma, donde la esperanza y la fe ciega prometen sanar el dolor sin importar su magnitud o su forma. Estoy en un desierto donde lo único que hago es correr hacia el oasis de tu recuerdo, pero cuando llego a él, cuando al fin consigo alcanzarlo, me topo de bruces con la sequedad de tu nueva fachada.

Yo, proclamando ser escéptico de las religiones y milagros divinos, sigo esperando volver a encontrarme contigo. Comprobar que nuestros mundos no han cambiado tanto en este tiempo. Celebrar que queda más de lo que fuimos que de lo que se ha llevado el viento y tu forma impostada de encajar en un lugar que no te pertenece. 

Reconozco que, cada vez que me doy por vencido, vuelvo a ilusionarme al divisar uno de tus oasis a lo lejos. La sed, el calor, el aire salado y el eco no me detienen. Sé lo que me voy a encontrar cuando llegue, pero me conformo con la sensación de saber que existe la oportunidad de volver a beber de lo que un día regaba las partes más marchitas de mi cotidianidad. 

viernes, 3 de enero de 2025

Prometeo.

Encarcelado en mi propia cueva busco, una vez más, la manera de salir de aquí. Aturdido y con la boca desértica, apenas consigo probar unas gotas de agua que caen, torpemente, desde una grieta en la esquina superior izquierda. Una de las pocas ráfagas de lucidez con la que cuento ahora mismo me dice que debe venir de algún charco de la superficie.

No sé qué hago aquí. En teoría, ya había encontrado la salida, se había roto el hechizo, se había deshecho la profecía. Yo ya había vencido al Dios de todos los Dioses, me había librado de él y juré al cielo que no le pertenecía, ni a él ni a nadie. Entonces, ¿por qué siempre vuelvo al mismo punto de partida? A las noches eternas, a dejar que me destripen el hígado todos los días, a enfrentarme al vacío de un sufrimiento que no tiene fin. Al principio pensé que nunca saldría de aquí, me resigné y lo acepté. Pero, ahora que sé lo que es la libertad, ¿por qué vuelvo al lugar donde me abraza la penumbra y he puesto rostro al terror?

Me pongo de pie. Me encuentro débil, estoy agotado. Estoy visiblemente desmejorado, mi ropa está sucia y desgarrada, colgando de mí como testigo de mi miseria. Mi barba es de más de tres días. Percibo por el tacto de mis dedos que parece la de alguien que ya no le interesa el paso del tiempo. Si extiendo ambos brazos, casi puedo tocar de un extremo a otro el ancho de la cueva. Sin embargo, es mucho más alta que yo. Unos veinte metros de roca se burlan de mí, separándome de la salida. Grito. Lloro. Se me quiebra la voz pidiendo auxilio. 

Después de horas de auténtica locura y desesperación, cae junto a mis pies descalzos una gruesa cuerda de esparto. Es de noche y no consigo ver quién la lanza, pero siento cariño y calidez en la forma en la que la mueve, invitándome a usarla cuanto antes. Me agarro fuerte a ella y empiezo a escalar. Me resbalo y me hago una raja en el muslo. Sangro, pero no es profundo. Sigo subiendo. Mi corazón bombardea cada vez más rápido, y mi instinto de supervivencia me hace sacar una fuerza que desconocía en mí. Me doy prisa. Estoy a unos tres metros de llegar al borde. De repente, paro en seco. Estoy suspendido a más de quince metros de altura. Miro hacia abajo, y de nuevo a arriba. ¿Por qué no puedo avanzar? 

Mi cuerpo se queda paralizado, y siento que no tengo control sobre él. Concretamente como si fuese una marioneta. Mis dedos comienzan a abrirse contra mi voluntad y me dejo caer. Llego al suelo y ya no siento dolor, más que la resignación de aceptar la verdad: no puedo salir de aquí. La profecía sigue. El hechizo no se había esfumado. No había vencido a ningún Dios. Los recuerdos que tengo de libertad, son sólo espejismos de lo que tanto anhelo y jamás podré tener. 

La maldición es clara: "Cuando te encuentres cerca de la libertad, de la verdadera felicidad, tú mismo te encargarás de destruirla". Voy a estar en esta cueva toda la vida.