viernes, 3 de enero de 2025

Prometeo.

Encarcelado en mi propia cueva busco, una vez más, la manera de salir de aquí. Aturdido y con la boca desértica, apenas consigo probar unas gotas de agua que caen, torpemente, desde una grieta en la esquina superior izquierda. Una de las pocas ráfagas de lucidez con la que cuento ahora mismo me dice que debe venir de algún charco de la superficie.

No sé qué hago aquí. En teoría, ya había encontrado la salida, se había roto el hechizo, se había deshecho la profecía. Yo ya había vencido al Dios de todos los Dioses, me había librado de él y juré al cielo que no le pertenecía, ni a él ni a nadie.

Entonces, ¿qué hago aquí? ¿Por qué siempre vuelvo al mismo punto de partida? A las noches eternas, a dejar que me destripen el hígado todos los días, a enfrentarme al vacío de un sufrimiento que no tiene fin. 

Al principio pensé que nunca saldría de aquí, me resigné y lo acepté. Pero, ahora que sé lo que es la libertad, ¿por qué vuelvo al lugar donde me abraza la penumbra y he puesto rostro al terror?

Me pongo de pie. Me encuentro débil, estoy agotado. Estoy visiblemente desmejorado, mi ropa está sucia y desgarrada, colgando de mí como testigo de mi miseria. Mi barba es de más de tres días; percibo por el tacto de mis dedos que parece la de alguien que ya ha dejado de contar los días. 

Si extiendo ambos brazos, casi puedo tocar de un extremo a otro el ancho de la cueva. Sin embargo, es mucho más alta que yo. Unos veinte metros de roca se burlan de mí, separándome de la salida. Grito. Lloro. Se me quiebra la voz pidiendo auxilio. 

Después de horas de auténtica locura y desesperación, cae junto a mis pies descalzos una gruesa cuerda de esparto. Es de noche y no consigo ver quién la lanza, pero siento cariño y calidez en la forma en la que la mueve, invitándome a usarla cuanto antes.

Me agarro fuerte a ella y empiezo a escalar. Me resbalo y me hago una raja en el muslo. Sangro, pero no es profundo. Sigo subiendo. Mi corazón bombardea cada vez más rápido, y mi instinto de supervivencia me hace sacar una fuerza que desconocía en mí. Me doy prisa. 

Estoy a unos tres metros de llegar al borde. De repente, paro en seco. Estoy suspendido a más de quince metros de altura. Miro hacia abajo, y de nuevo a arriba. ¿Por qué no puedo avanzar? 

Mi cuerpo se queda paralizado, y siento que no tengo control sobre él. Concretamente como si fuese una marioneta. Mis dedos comienzan a abrirse contra mi voluntad y me dejo caer. Llego al suelo y ya no siento dolor, más que la resignación de aceptar la verdad: no puedo salir de aquí. La profecía sigue. El hechizo no se había esfumado. No había vencido a ningún Dios. Los recuerdos que tengo de libertad, son sólo espejismos de lo que tanto anhelo y jamás podré tener. 

La maldición es clara: "Cuando te encuentres cerca de la libertad, de la verdadera felicidad, tú mismo te encargarás de destruirla". Voy a estar en esta cueva toda la vida.

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