martes, 26 de enero de 2016
Pasos en vano.
Es domingo por la tarde. Se supone que tendría que estar estudiando para mi próximo examen de Historia, pero el silencio de mi habitación da volumen a las voces en mi cabeza, y el tercer café del día se ha quedado demasiado frío. Me levanto de la silla del escritorio y me cambio de ropa: chaqueta de cuero, unos vaqueros rotos y las botas. Cojo mis auriculares, salgo de casa y empiezo a pasear; al principio sin rumbo, pero luego tengo claro dónde quiero ir. Evadido por la voz de Liam Gallagher siento, de repente, cómo una mano toca mi hombro izquierdo. Me quito los auriculares mientras me giro; es un viejo amigo al que no veía desde hace meses. Hablamos durante aproximadamente diez minutos y me pregunta en repetidas ocasiones qué me pasa, que parezco triste, a lo que yo insisto en que nada, que estoy bien y que no entendía de dónde sacaba eso. Continúo andando, y no dejo de darle vueltas a la conversación que acababa de tener; no mentía cuando le decía que no me pasa nada. Aunque quizás ese sea el problema, que no me pase nada. De pronto, innumerables preguntas pasan por mi cabeza: ¿somos felices por el simple hecho de no estar tristes? No paro de comparar con quebranto mi vida de antes -cuando considero que sí era realmente dichosa- con la de ahora, ¿se supone que soy feliz porque no me pase nada malo? Frunzo el ceño y subo el volumen de la música, empieza a chispear pero deja de hacerlo en unos minutos y yo sigo caminando. Llego a mi destino: un faro. Un faro que guarda un secreto y me teletransporta directamente al pasado. Me siento en una de las rocas de enfrente, mirando hacia el mar. Estoy cansado y pienso en todo lo que he tenido que caminar para llegar allí, qué paradoja, he recorrido kilómetros para reencontrarme con vivencias del pasado. Esto me da que pensar, y llego a la conclusión de que a veces, la vida es así. Por muchos pasos que demos, caminar no siempre significa avanzar.
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