viernes, 1 de enero de 2016

Dos mil dieciséis pedazos.


Posaba su mirada en el suelo en la última hora de clase, a las cinco. Ese día no había dejado de escuchar aquella canción que le recordaba a él, esa que siempre cantaban en el coche y después de follar. Se sentía estúpida cada vez que sonaban las notas de piano con las que empezaba y no podía evitar que una alboroza sonrisa se escapase de entre sus rojos y agrietados labios, ya secos. 'No, es un capullo, que le den', la maldita frase que se repetía una y otra vez en su cabeza, ¿a quién intentaba engañar? Estaba rota, en dos mil dieciséis pedazos. La triste expresión de su rostro aún aludía las letras de su nombre, menos mal que disimular los golpes y disfrazar las grietas es algo que tenía más que aprendido. Ella tenía claro que no quería que él volviese a su vida, que la siguiese destruyendo día tras día. Parecía valiente, pero a través de su inocente mirada se podía ver fácilmente el miedo que sentía de querer a alguien. De hecho, no quería querer a nadie. Sabía que no existía quien pudiese hacerle temblar como lo hacía él con sólo mirarla, excitarla con sólo tocarla, hacer que su corazón vaya a la velocidad de un huracán. Ninguno era ya suficiente.
Seguro que ella volverá a enamorarse, pero las cicatrices son cicatrices y, por muy curadas que estén, no dejan de ser la marca de una herida, el olvido de su sonrisa.

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